viernes, 25 de enero de 2013

Leer libros es muy divertido

 LA MUJERCITA QUE CONTABA ESTORNUDOS


Érase una vez, en Gavirate, una mujercita que se pasaba todo el día contando los estornudos que hacia la gente.Luego contaba los resultados a sus amigas y juntas hacían muchos comentarios.
-El farmacéutico ha hecho siete- explicaba la mujercita.
- ¿Es posible?
-Te lo juro;que se me caiga la nariz si no es verdad. Los ha hecho cinco minutos antes del mediodía.
Charlaban, charlaban y al final sacaban la conclusión de que el farmacéutico añadía agua al aceite de ricino.
-El párroco ha hecho catorce-explicaba la mujercita, sofocada de emoción.
-¿No te habrás equivocado?
-Que se me caiga la nariz si ha hecho uno menos.
-¡A donde iremos a parar!
Charlaban, charlaban y al final sacaban la conclusión de que el párroco ponía demasiado aceite en la ensalada.
Una vez la mujercita y sus amigas se pusieron a espiar todas juntas -y eran mas de siete- bajo la ventana de don Delio. Pero don Delio no estornudaba por nada , porque ni tomaba rapé ni estaba resfriado.
-Ni siquiera un estornudo- dijo la mujercita- Aquí hay gato encerrado.
-Seguro- aprobaron sus amigas.
Don Delio las oyó, puso un buen puñado de pimienta en el pulverizador del insecticida y, sin que lo vieran , dirigió el chorro sobre aquellas criticonas que estaban agachadas bajo la ventana.
-¡Achís!- estornudo la mujercita.
-¡Achís!¡Achís!-estornudaron sus amigas.Y venga estornudar todas a la vez.
-Yo he hecho más – dijo la mujercita.
-Nosotras más que tú- dijeron sus amigas.
Se agarraron del pelo, se atizaron del derecho y del revés, se desgarraron los vestidos y cada una perdió un diente.
Desde entonces, la mujercita no volvió a hablarse con sus amigas;se compró un bloc y un lápiz y se paseaba sola solita, y por cada estornudo que oía hacía una cruz en el bloc.
Cuando murió encontraron aquel bloc lleno de cruces, y la gente decía:
-Mirad, deben de ser las señales de todas sus buenas acciones. ¡Cuántas! Si ella no va al paraíso, no irá nadie.

 JAIME  DE CRISTAL

 
En una lejana ciudad nació en cierta ocasión un niño que era transparente. Se podía ver a través de sus miembros como se ve a través del aire y del agua. Era de carne y hueso y parecía de vidrio, y si se caía no se rompía en mil pedazos, sino que, como máximo, se hacía un chichón transparente en la frente.
Se veía latir su corazón y se veía sus pensamientos, inquietos como los peces de colores en su pecera.
Una vez el niño dijo una mentira, por equivocación, y la gente vio inmediatamente algo como una bolita de fuego a través de su frente; dijo la verdad, y la bolita de fuego desapareció. Durante el resto de su vida no volvió a decir más mentiras.
En otra ocasión, un amigo le confió un secreto y todos vieron inmediatamente algo como una bolita negra que giraba ininterrumpidamente dentro de su pecho, y el secreto dejó de serlo.
El niño creció, se hizo un muchachote, luego hombre, y todos podían leer sus pensamientos, y cuando se le hacía una pregunta adivinaban su respuesta antes de que abriera la boca.
Se llamaba Jaime, pero la gente le llamaba Jaime de Cristal, y lo apreciaban por su lealtad, y a su lado todos se volvían amables.
Desgraciadamente, un día subió al gobierno de aquel país un feroz dictador y comenzó entonces un período de opresiones, de injusticias y de miseria para el pueblo. El que osaba protestar desaparecía sin dejar huella. El que se rebelaba era fusilado. Los pobres eran perseguidos, humillados y ofrendidos de cien maneras. La gente callaba y aguantaba, temerosa de las consecuencias.
Pero Jaime no podía callar. Aunque no abriese la boca, sus pensamientos hablaban por él: era transparente y todos leían en su frente sus pensamientos de desdén y de condena a las injusticias y violencias del tirano. Luego, a escondidas, la gente comentaba los pensamientos de Jaime y así renacía en ellos la esperanza.
El tirano hizo detener a Jaime de Cristal y ordenó que lo encerraran en la más oscura de las prisiones.
Pero entonces sucedió algo extraordinario. Las paredes de la celda en que había sido encerrado Jaime se volvieron trasnsparentes, y luego también las paredes del edificio, y finalmente también los muros exteriores de la prisión. La gente que pasaba cerca de la cárcel veía a Jaime sentado en su taburete, como si la prisión fuese también de cristal, y continuaban leyendo sus pensamientos. Por la noche la prisión esparcía a su alrededor una gran luminosidad y el tirano hacía cerrar todas las cortinas de su palacio para no verla, pero ni así conseguía dormir. Incluso estando encarcelado, Jaime de Cristal era más poderoso que él, porque la verdad es más poderosa que cualquier otra cosa, más luminosa que el día, más terrible que un huracán.
Fin


¿QUIÉN QUIERE COMPRA LA CIUDAD DE ESTOCOLMO?

 

En el mercado de Gavirate hay a veces unos hombrecillos que venden de todo, y son tan buenos vendedores que sería difícil encontrar otros mejores.
Un viernes llegó un hombrecillo que vendía cosas raras: el Montblanc, el océano Índico, los mares de la Luna, y era tan buen charlatán que al cabo de una hora sólo le quedaba la ciudad de Estocolmo.
La compró un barbero, a cambio de un corte de pelo con fricción. El barbero colgó entre dos espejos el certificado que decía: Propietario de la ciudad de Estocolmo, y lo mostraba orgulloso a los clientes, respondiendo a todas sus preguntas.
- Es una ciudad de Suecia; es más, es la capital.
- Tiene casi un millón de habitantes y, naturalmente, todos me pertenecen.
- También tiene mar, claro, pero no sé de quien es.
El barbero fue ahorrando poco a poco, y el año pasado marchó a Suecia a visitar su propiedad. La ciudad de Estocolmo le pareció maravillosa, y los suecos, amabilísimos. Éstos no entendían ni una palabra de lo que él decía, y él no entendía ni media palabra de lo que le respondían.
- Soy el dueño de la ciudad, ¿lo sabíais, o no? ¿Os lo han comunicado?
Los suecos sonreían y decían que sí, porque no lo entendían pero era amables, y el barbero se frotaba las manos muy contento:
¡Una ciudad tan grande por un corte de pelo y una fricción! Verdaderamente, la he comprado a buen precio.
Pero en cambio se equivocaba y le había costado demasiado cara. Porque el mundo es de todos los niños que llegan a él, y para tenerlo no hay que pagar ni un céntimo; sólo hay que arremangarse, alargar las manos y tomarlo.


 EL EDIFICIO QUE HABÍA QUE ROMPER


 
Hace tiempo, la gente de Busto Arsizio estaba preocupada porque los niños lo rompían todo. No hablamos de las suelas de los zapatos, de los pantalones y de las carteras escolares, no: rompían los cristales jugando a pelota, rompían los platos en la mesa y los vasos en el bar, y si no rompían las paredes era úni­camente porque no disponían de martillos.
Los padres ya no sabían qué hacer ni qué decirles, y se diri­gieron al alcalde.
—¿Les ponemos una multa? —propuso el alcalde.
—Muchas gracias —exclamaron los padres—, pero así, los que tendríamos que pagar los platos rotos seríamos nosotros.
Afortunadamente, por aquellas partes hay muchos peritos. De cada tres personas una es perito, y todos peritan muy bien. Pero el mejor de todos era el perito Cangrejón, un anciano que tenía muchos nietos y por lo tanto tenía una gran experiencia en estos asuntos. Tomó lápiz y papel e hizo el cálculo de los da­ños que los niños de Busto Arsizio habían causado rompiendo tantas y tan bonitas cosas. El resultado fue espantoso: milenta tamanta catorce y treinta y tres.
—Con la mitad de esta cantidad —demostró el perito Can­grejón— podemos construir un edificio y obligar a los niños a que lo hagan pedazos; si no se curan con este sistema, no se curarán nunca.
La propuesta fue aceptada y el edificio fue construido en un cuatro y cuatro ocho y dos diez. Tenía siete pisos de altura y noventa y nueve habitaciones; cada habitación estaba llena de muebles y cada mueble atiborrado de objetos y adornos, eso sin contar los espejos y los grifos. El día de la inauguración se le entregó un martillo a cada niño y, a una señal del alcalde, fue­ron abiertas las puertas del edificio que había que romper.
Lástima que la televisión no llegara a tiempo para retrans­mitir el espectáculo. Los que lo vieron con sus ojos y lo oyeron con sus oídos aseguran que parecía —Dios nos libre— el inicio de la tercera guerra mundial. Los niños iban de habitación en habitación como el ejército de Atila y destrozaban a martillazos todo lo que encontraban a su paso. Los golpes se oían en toda Lombardía y en media Suiza. Niños tan altos como la cola de un gato se habían agarrado a armarios tan grandes como guar­dacostas y los demolieron escrupulosamente hasta que sólo que­dó un montoncito de virutas. Los bebés de los parvularios, tan lindos y graciosos con sus delantalitos rosa y celeste, pisoteaban diligentemente los juegos de café reduciéndolos a un finísimo polvo, con el que se empolvaban la nariz. Al final del primer día no quedó ni un vaso entero. Al final del segundo día escasea­ban las sillas. El tercer día los niños se dedicaron a las paredes, empezando por el último piso; pero cuando llegaron al cuarto, agotados y cubiertos de polvo como los soldados de Napoleón en el desierto, se fueron con la música a otra parte, regresando a casa tambaleantes, y se acostaron sin cenar.
Se habían ya desahogado por completo y no encontraban ya ningún placer en romper nada; de repente, se habían vuelto tan delicados y ligeros como las mariposas, y aunque hubiesen ju­gado al fútbol en un campo de vasos de cristal no hubiesen roto ni uno solo.
El perito Cangrejón hizo más cálculos y demostró que la ciudad de Busto Arsizio se había ahorrado dos remillones y sie­te centímetros.
El Ayuntamiento dejó libertad a sus ciudadanos para que hiciesen lo que quisieran con lo que todavía quedaba en pie del edificio. Y entonces pudo verse como ciertos señores con carteras de cuero y con gafas de lentes bifocales —magistrados, notarios, consejeros delegados— se armaban de un martillo y corrían a demoler una pared o una escalera, golpeando tan en­tusiasmados que a cada golpe se sentían rejuvenecer.
—Esto es mejor que discutir con mi esposa —decían ale­gremente—, es mejor que romper los ceniceros o el mejor jue­go de vajilla, regalo de tía Mirina…
Y venga martillazos.
En señal de gratitud, la ciudad de Busto Arsizio le impuso una medalla con un agujero de plata al perito Cangrejón.




El Edificio de Helado
Una vez en Bolonia hicieron un edifico de helado, en la misma plaza Mayor, y los niños venían desde muy lejos para darle una chupadita.
El techo era de nata; el humo de las chimeneas, de algodón dulce; las chimeneas, de fruta confitada. El resto: las puertas, las paredes y los muebles, todo era de helado.
Un niño pequeñísimo se había cogido a una mesa y le lamió las patas una a una, hasta que la mesa le cayó encima con todos los platos; y los platos eran de helado de chocolate, el mejor.
En cierto momento, un guardia municipal se dio cuenta de que había una ventana derritiéndose. Los cristales eran de helado de fresa, u se deshacían en hilillos rosados.
-¡Rápido!-gritó el guardia-, ¡más rápido todavía! Y venga todos a lamer más rápido, para que no se echara a perder ni una sola gota de aquella obra maestra.
-¡Un sillón!-imploraba una viejecita que no lograba abrirse paso entre la muchedumbre-. ¡Un sillón para una pobre vieja! ¿Quién quiere traérmelo? Que sea con brazos, si es posible.
Un generoso bombero corrió a llevarle un sillón helado de crema, y la pobre viejecita empezó a lamerlo precisamente por los brazos.
Aquel fue un gran día, y por orden de los doctores nadie tuvo dolor de barriga.
Todavía hoy, cuando los niños piden otro helado más a sus papás, éstos dicen suspirando:
-¡Claro, hombre! Para ti sería necesario una casa entera, como aquella de Bolonia.
Fin


El joven cangrejo
Un joven cangrejo pensó: “¿Por qué todos los miembros de mi familia caminan hacia atrás? Quiero aprender a caminar hacia delante, como las ranas, y que se me caiga la cola si no lo consigo”.
Empezó a entrenarse a escondidas, entre las piedras de su arroyuelo nativo, y los primeros días le costaba muchísimo trabajo lograrlo. Chocaba contra todo, se magullaba la coraza y una pata se le enredaba con la otra. pero las cosas fueron mejorando lentamente, porque todo puede aprenderse cuando se desea de veras.
Cuando estuvo bien seguro de sí mismo, se presentó ante su familia y les dijo:
- Fijaos.
Y dió una magnífica carrerilla hacia delante.
- Hijo mío -dijo llorando la madre, ¿has perdido el juicio? Vuelve en ti y camina como te han enseñado tu padre y tu madre; camina como tus hermanos, que tanto te quieren.
Sus hermanos no obstante, se tronchaban de risa.
El padre se lo quedó mirando un rato severamente, y luego dijo:
- ¡Ya basta! Si quieres quedarte con nosotros, camina como todos los cangrejos. Si quieres hacer lo que te parezca, el arroyo es bastante grande. Vete y no regreses más.
El buen cangrejo quería a su familia, pero estaba convencido de que tenía la razón. Abrazó a su madre, saludó a su padre y a sus hermanos y se marchó.
Su paso despertó inmediatamente la sorpresa de un grupo de ranas que, como de buenas comadres, se habían reunido en torno a una hoja de nenúfar para charlar.
- El mundo va al revés -dijo una rana-. Mirad a aquel cangrejo y decidme si me equivoco.
- Ya no hay educación -dijo la otra rana.
- Vaya, vaya -dijo una tercera.
Pero, todo hay que decirlo, el cangrejo continuó adelante por el camino que había escogido. En cierto momento oyó que le llamaba un viejo cangrejote de expresión melancólica, que estaba solitarios junto a un guijarro.
- Buenos días -dijo el joven cangrejo.
El viejo le observó atentamente y luego le preguntó:
- ¿Qué te crees que estás haciendo? También yo, cuando era joven, pensaba enseñar a caminar hacia adelante a los cangrejos. Y mira lo que he conseguido: vivo solo y la gente se cortaría la lengua antes de dirigirme la palabra. Mientras estés a tiempo de hacerlo, hazme caso: resígnate a caminar como los demás y un día me agradecerás el consejo.
El joven cangrejo no sabía que responder y no dijo nada. Pero pensaba: “Yo tengo la razón”.
Y después de saludar atentamente al viejo, volvió a emprender de nuevo su camino orgullosamente.
¿Llegará muy lejos? ¿Tendrá suerte? ¿Logrará enderezar todas las cosas torcidas del mundo? Nosotros no lo sabemos, porque está todavía caminando con el coraje y la decisión del primer día. Sólo podemos desearle, de todo corazón: ¡Buen viaje!

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